Transparente fantasía
(Kiko, Mayo 2011)
Domingo, por la mañana, Alvarito
y su mamá han ido a visitar al abuelo a la residencia. Normalmente, suelen ir
los sábados, pero ayer ocurrió algo que trastocó todos sus planes.
Si preguntamos a Inés, la mamá de
Álvaro, dirá que su hijo fue atropellado por un coche, que gracias a Dios no
pasó nada; que se volvieron a casa sin hablarse; ella completamente
desquiciada, que le dio dos azotes (Álvaro sabe que fueron cuatro), y que le
castigó encerrándole en su cuarto para poder desahogarse a gusto, aunque
“seguro que me oyeron llorar hasta en Sebastopol”, diría.
Si nos lo cuenta Alvarito, “la
culpa fue de mamá que me asustó y por eso me corté”, resumiría en una frase,
como suelen hacer los niños. El abuelo no entendía nada.
En la residencia, el abuelo se
alegró de verles e Inés estaba ya mucho más tranquila.
Ella, como tantas otras veces, le
guiñó un ojo al abuelo buscando su complicidad en lo que iba a decir. Él
sonrió.
-
Hoy, ¿sabes qué?, pues que se ha hecho
invisible. Yo sé que está aquí, a mi lado, porque no le suelto la mano, y
porque le oigo, eso sí – dijo Inés muy teatral mientras hacía gestos al abuelo
para que le siguiera el rollo.
-
¡Pues, menos mal que no se le ha juntado con lo
de la otra vez, que no le oíamos! –quiso recordar el abuelo haciendo referencia
a otros episodios fantásticos de su nieto- ¡Alvarito, Alvarito!, a ver, ¿dónde
estás? –y el abuelo palpaba el aire con la mirada perdida ligeramente hacia
arriba haciendo como que no le veía- ¡ah!, ¡aquí estás, granuja! –dijo,
poniéndole la mano bruscamente sobre la cabeza-
-
Pero abuelo, si ahora me puedes ver,… no siempre
soy invisible,… es solo cuando yo quiero,… Es por lo que me pasó ayer…
Una tenue
sonrisa se dibuja en las comisuras de sus labios.
-
¡Calla, que menudo susto me dio!... ¡lo debieron
sentir hasta en Sebastopol!, ¡Y, encima, le reímos la gracia!
-
Pero, cuéntame, ¿cómo fue? –quiso saber el
abuelo.
-
¡Para matarle! Se soltó de mi mano, cómo no, y
salió corriendo, ¡y mira que sabe que no me gustan esos juegos cuando vamos por
la calle! Se iba escondiendo entre la gente y le perdí de vista. De repente oí
un frenazo,… ¡mira!... ¡impresionante!... ¡Se debió de escuchar hasta en
Sebastopol! “¡Alvarito!”, pensé. Y corrí hacia el lugar dónde se amontonaba la
gente,… Y me le veo allí,… sentado en el suelo, rodeado de cristales,… delante
de un coche abollado y con los faros rotos,…
Un señor dando
voces y llevándose las manos a la cabeza,…,
Otro llorando
como un niño, tapándose la cara con las manos,…
Los policías,…
¡casi me da un infarto allí mismo!... Y la vergüenza que pasé,… ¡qué pensarían
de mí todos los allí presentes!... “¡Qué madre más irresponsable,… dejar a su
hijo solo,… qué imperdonable descuido,… vaya madre,… y esto es lo menos que
podía pasar,… menos mal que ha habido suerte y no le ha pasado nada, porque el
golpe ha sido tremendo,…!”
Pero, anda,
¡díselo tú, a ver si al abuelo le hace más caso!, ¡dile que no se cruza sin
mirar!, ¡dile que no hay que soltar la mano de mamá cuando se va por la calle!,
venga, ¡díselo!
-
¡Pero, Alvarito, hombre, como se te ocurre,… ¡
-intentó regañarle el abuelo-
-
¡No, no y no! ¡No fue así! –gritaba con fuerza
Alvarito- ¡Mamá tuvo la culpa! Ella cree que me atropelló ese coche, pero no.
Alvarito le cuenta entonces al
abuelo con pelos y señales cómo se soltó de la mano de mamá, por jugar, cuando
venían a visitarle como todos los sábados. Y como se escondió entre la gente,
jugando. Y cómo vió en la calzada a un niño trasparente, “tan trasparente que
era invisible”, diría –y aquí empezaba la incredulidad de Inés y el abuelo, que
se miraron de refilón, dialogando con la mirada- Y que vió cómo aquel coche
atropellaba a ese niño invisible y se desparramaba por el suelo su pequeño
cuerpo hecho añicos, roto en mil pedazos de cristal. No recordaba si el frenazo
fue antes o después del atropello, pero lo que sí recordaba es que el brillo de
aquellos pedacitos le atraía con fuerza, y por eso se acercó y se sentó en el
suelo y recogió cuatro trozos muy singulares: medio corazón, una oreja y dos bolitas:
los ojos. Y el abuelo imaginaba hasta los diálogos de los personajes de aquella
greguería urbana:
-
¡Alvarito!
–Inés corría, gritando asustada, temiéndose lo peor- ¡Ten cuidado, no cruces!,
¡Alvarito!, ¿Dónde estás? –el suelo lanzaba miles de aleatorios destellos-
-
¡Dios! ¡Lo
he matado!“ , gritaba un hombre mientras
bajaba de su automóvil. La gente se amontonaba y se preguntaban unos a otros “Pero,
¿qué ha pasado?”
-
¡Algo me
deslumbró!... ¡como un flash!, y luego… no sé,… creí ver a un niño y… ¡qué horror!
–el hombre se echó a llorar, seguramente al recordar cómo le había golpeado con
fuerza con su vehículo-, pero,… ¿dónde está ese niño?, ¡Ah, ahí está!, y parece
que no le ha pasado nada,… ¡Gracias, Dios mío!,… pero, ¿qué son todos esos
cristales?...
Álvaro le contó al abuelo que
aquel hombre creía haberle atropellado, pero no fue así, atropelló a otro niño,
un niño de cristal. Inés le corregía queriéndole convencer de que eso no podía
ser y de que debería empezar a ver las cosas sin tanta fantasía y ser más
responsable, pero Álvaro insistía muy enfadado “¡fue así, de verdad, como lo
estoy contando!”
-
¿Qué es
todo esto? ¿Hay algún herido? –llegó diciendo la autoridad-
-
¡Yo no he
tenido la culpa! ¡Ése niño se me echó encima justo cuando un reflejo muy fuerte
me hizo cerrar los ojos y… ¡Dios mío!, ¡Lo siento! –lloraba mientras gritaba su
inocencia-
-
¿Ese niño?
–dijo el policía- ¿Estás bién, chaval?, a ver, ¿te duele algo?, ¿y tú mamá?,
levanta, anda, que te vas a cortar con esos cristales. El hombre seguía implorando
desconcertado y hablando sin parar. La gente le rodeaba. Y,…
-
Entonces, apareció mamá, “¡Alvarito!”, gritó; yo
me asusté, y me corté con uno de los trozos de cristal que había recogido, el medio
corazón… luego pasó lo que ha contado mamá: los dos azotes, la vuelta a casa, mamá
muy enfadada; luego, me curó la herida de la mano y me dio otros dos azotes y
me castigó encerrándome en mi cuarto. Yo la oía llorar y me puse muy triste
porque estaba castigado y no podía salir a pedirla perdón,… y por eso no vinimos ayer a verte.
-
¿Cómo que te cortaste con un trozo de corazón?, a
mí eso me lo tienes que explicar, –dijo el abuelo, desconcertado-
-
¡Pues eso, que el pobre niño atropellado era de
cristal! ¡que sí! ¡de verdad! Y yo me corté con un trozo de su corazón! ¡Y,
desde entonces, yo también me hago trasparente, a veces!, ¡vamos, que
desaparezco! …me parece que no me crees, como mamá… el próximo sábado, cuando
vengamos a verte, traigo los cristales y te los enseño, ¡a ver si así me
creéis!
……………………………..
Domingo por la tarde:
-
¡Alvarito!, ¡ven inmediatamente!, ¿no sabes que
hay que vaciar los bolsillos antes de echar un pantalón a lavar?, ¿qué son
estos…¡cristales!, ¡Alvarito! ¡Por Dios!
-
Mamá, no me grites, que no estoy sordo. Estoy justo
delante de ti, pero no me puedes ver.
-
¡Alvarito! ¡no me asustes! ¿Dónde estás? ¡No
juegues conmigo!...
-
No estoy jugando, mamá. Verás,… te voy a coger
la mano,… ¿Lo ves?... ¿Me crees ahora?
-
¡Oh, no!, ¡Dios mío! –gritó Inés-
…………………………………………….
En todos los
periódicos de Sebastopol se habló durante mucho tiempo de aquel extraño ruido,
como el frenazo de un coche, que se escuchó una mañana, seguido, poco después,
de unos gimoteos de desesperación y hasta sintieron miedo, no supieron por qué.
Pero lo peor fue el atronador “¡Oh!, no!, ¡Dios mío!” esa misma tarde, que puso
la carne de gallina a sus habitantes. Voz de mujer, por cierto.
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