miércoles, 12 de septiembre de 2012

Desde tu ventana



Desde tu ventana
Kiko, 2010

Desde la ventana me ves (¿me miras?). Te miro y te saludo desde el coche. No me reconoces. Solo ves el coche, y luego otro coche, y aquel coche que viene, y ese niño que corre... Verde, azul, blanco, marrón, muchos colores,... colores que se mueven, colores que están quietos, te gusta el color verde,... quieres comer algo, y comes. Y, ¿ese ruido?, otro coche, una señora grita “¡cuidado!” a su hijo. Tú no entiendes lo que dice, y no sabes ni intuyes nada. Solo ves que el niño corre. Tienes “cerebro de mosquito”. Dentro, en casa, todo está tranquilo. Nada se mueve. Ningún ruido.

Tienes hambre otra vez, comes, picoteas, más bién. Por el aire, en la calle, también algo se mueve, quisieras salir pero no puedes. Muy arriba, en el cielo, se dibuja una raya blanca. Hay muchas bolas como de algodón, son nubes pero tú no lo sabes,… ni te importa,… nada te importa. Un ruido desagradable, fuerte, áspero, llama tu atención. Muchos corren, hablan y gritan a la vez.

El sol choca en un vértice del edificio de enfrente y su luz se desparrama. Te duelen los ojos. Miras abajo. Llegan coches haciendo mucho ruido. Sirenas. Más destellos. Te asustas, no sabes por qué. En el cielo azul, una raya blanca medio borrada. Las hojas de los árboles se mueven nerviosas. El verde te atrae. No tienes frío.

Un ruido… es la puerta. Alguien entra en casa. “¡Ya estoy aquí! ¿Hay alguien en casa?”, digo –nadie contesta, solo oigo tus sonidos guturales para llamar mi atención- Ya te ví desde la calle, como siempre, en la ventana. Solo.

            Deberías saber todo de todos pero no sabes nada de nada,… de nadie. Si, al menos pudieras hablar..., pero no..., no puedes..., tú solo miras por la ventana y, un instante después, paseas nervioso tu mirada por todas partes, para después mirar de nuevo por la ventana y, luego, comer un poquito, y …¿por qué ahora me miras a mí?, ¡eres tan primitivo…! Parece que me escucharas y hasta que me entendieras, pero no,… ¿lo ves?, ya no me miras.

            “¿Qué pasa ahí fuera?, ¡pareces contento!... déjame ver,… ¡Ah, claro! ¡Son los niños en el parque!... una pareja ajena a todo mueven sus manos, se rozan, se tocan… Te agrada, se nota. Si supieras desear, si quisieras desear,... te vendría bien una pareja pero tú no lo sabes. Pero sí sientes. Oyes, ves, gustas, hueles,... tocas, aunque, con esas uñas... Sientes pánico a veces, pero no hay un por qué. Te pones alerta y cantas –a tu manera- para llamar la atención de quien acaba de llegar. Se escucha un “hola” y reconoces esa voz, ¿lo ves? ¡sientes!. Yo contesto, tú no. Pero te pones más nervioso. Digo “estoy aquí” y ella se asoma por la puerta. Tú lo estabas esperando. Me besa. La miras. Te mira. Te tira un montón de besos. “¡Chiquitín!”, dice, y te sigue tirando besos más sonoros que antes. No la ignoras, pero vuelves la cabeza hacia la ventana, miras nervioso lo que pasa fuera. Gente que anda, algún coche, pájaros, rayas blancas que se desdibujan en el cielo, colores que se mueven, o no, y tú lo vives como si fuera la primera vez. Quieres beber  agua y, al volver la vista, dentro, la ves a ella y se te olvida. Me miras a mí, otra vez a ella,… y la calle de nuevo. “Mírale, si parece que me conoce!”, dice ella, “no lo creas”, contesto.

            No dejas de moverte. Comes, bebes, tiras más de lo que comes y bebes. Nos llamas, lo intentas con todas tus fuerzas, pero solo te sale un reiterado gorjeo sin sentido. Una agradable cadena de agudos sonidos.

            Llega Sergio. No piensas. Pero sí sientes, porque otra vez te mueves nervioso como si te faltara espacio vital. Sergio solo te mira, no te tira besos ni te habla, pero tú sí le dices cosas aunque no entendamos tu lenguaje gutural. Vuelves a disparar a ráfagas tu mirada hacia dentro y hacia fuera y sigues sin decir nada, pero estás contento. Si pudieras saldrías volando de tu prisión. Pero no puedes... Sí quieres.

            Tu alegría alimenta mi tristeza. Mereces algo mejor. Tomo una intuitiva decisión. Abro tu jaula y la ventana y me doy la vuelta. Te doy la espalda, no puedo verte marchar. Y lloro como un niño. Te quiero. “¡Vuela!, ¡Vete!, ¡Sé libre!”, te grito.

            Entonces, noto tus patitas en mi hombro y casi tu aliento, que también te falta, y oigo tu canto de canario, lo que eres, en mi oído. Tú también has tomado una decisión, pero no lo sabes.



Madrid, 2010

Transparente fantasía



Transparente fantasía
(Kiko, Mayo 2011)

Domingo, por la mañana, Alvarito y su mamá han ido a visitar al abuelo a la residencia. Normalmente, suelen ir los sábados, pero ayer ocurrió algo que trastocó todos sus planes.
Si preguntamos a Inés, la mamá de Álvaro, dirá que su hijo fue atropellado por un coche, que gracias a Dios no pasó nada; que se volvieron a casa sin hablarse; ella completamente desquiciada, que le dio dos azotes (Álvaro sabe que fueron cuatro), y que le castigó encerrándole en su cuarto para poder desahogarse a gusto, aunque “seguro que me oyeron llorar hasta en Sebastopol”, diría.
Si nos lo cuenta Alvarito, “la culpa fue de mamá que me asustó y por eso me corté”, resumiría en una frase, como suelen hacer los niños. El abuelo no entendía nada.
En la residencia, el abuelo se alegró de verles e Inés estaba ya mucho más tranquila.
Ella, como tantas otras veces, le guiñó un ojo al abuelo buscando su complicidad en lo que iba a decir. Él sonrió.
-          Hoy, ¿sabes qué?, pues que se ha hecho invisible. Yo sé que está aquí, a mi lado, porque no le suelto la mano, y porque le oigo, eso sí – dijo Inés muy teatral mientras hacía gestos al abuelo para que le siguiera el rollo.
-          ¡Pues, menos mal que no se le ha juntado con lo de la otra vez, que no le oíamos! –quiso recordar el abuelo haciendo referencia a otros episodios fantásticos de su nieto- ¡Alvarito, Alvarito!, a ver, ¿dónde estás? –y el abuelo palpaba el aire con la mirada perdida ligeramente hacia arriba haciendo como que no le veía- ¡ah!, ¡aquí estás, granuja! –dijo, poniéndole la mano bruscamente sobre la cabeza-
-          Pero abuelo, si ahora me puedes ver,… no siempre soy invisible,… es solo cuando yo quiero,… Es por lo que me pasó ayer…
Una tenue sonrisa se dibuja en las comisuras de sus labios.
-          ¡Calla, que menudo susto me dio!... ¡lo debieron sentir hasta en Sebastopol!, ¡Y, encima, le reímos la gracia!
-          Pero, cuéntame, ¿cómo fue? –quiso saber el abuelo.
-          ¡Para matarle! Se soltó de mi mano, cómo no, y salió corriendo, ¡y mira que sabe que no me gustan esos juegos cuando vamos por la calle! Se iba escondiendo entre la gente y le perdí de vista. De repente oí un frenazo,… ¡mira!... ¡impresionante!... ¡Se debió de escuchar hasta en Sebastopol! “¡Alvarito!”, pensé. Y corrí hacia el lugar dónde se amontonaba la gente,… Y me le veo allí,… sentado en el suelo, rodeado de cristales,… delante de un coche abollado y con los faros rotos,…
Un señor dando voces y llevándose las manos a la cabeza,…,
Otro llorando como un niño, tapándose la cara con las manos,…
Los policías,… ¡casi me da un infarto allí mismo!... Y la vergüenza que pasé,… ¡qué pensarían de mí todos los allí presentes!... “¡Qué madre más irresponsable,… dejar a su hijo solo,… qué imperdonable descuido,… vaya madre,… y esto es lo menos que podía pasar,… menos mal que ha habido suerte y no le ha pasado nada, porque el golpe ha sido tremendo,…!”
Pero, anda, ¡díselo tú, a ver si al abuelo le hace más caso!, ¡dile que no se cruza sin mirar!, ¡dile que no hay que soltar la mano de mamá cuando se va por la calle!, venga, ¡díselo!
-          ¡Pero, Alvarito, hombre, como se te ocurre,… ¡ -intentó regañarle el abuelo-
-          ¡No, no y no! ¡No fue así! –gritaba con fuerza Alvarito- ¡Mamá tuvo la culpa! Ella cree que me atropelló ese coche, pero no.
Alvarito le cuenta entonces al abuelo con pelos y señales cómo se soltó de la mano de mamá, por jugar, cuando venían a visitarle como todos los sábados. Y como se escondió entre la gente, jugando. Y cómo vió en la calzada a un niño trasparente, “tan trasparente que era invisible”, diría –y aquí empezaba la incredulidad de Inés y el abuelo, que se miraron de refilón, dialogando con la mirada- Y que vió cómo aquel coche atropellaba a ese niño invisible y se desparramaba por el suelo su pequeño cuerpo hecho añicos, roto en mil pedazos de cristal. No recordaba si el frenazo fue antes o después del atropello, pero lo que sí recordaba es que el brillo de aquellos pedacitos le atraía con fuerza, y por eso se acercó y se sentó en el suelo y recogió cuatro trozos muy singulares: medio corazón, una oreja y dos bolitas: los ojos. Y el abuelo imaginaba hasta los diálogos de los personajes de aquella greguería urbana:
-          ¡Alvarito! –Inés corría, gritando asustada, temiéndose lo peor- ¡Ten cuidado, no cruces!, ¡Alvarito!, ¿Dónde estás? –el suelo lanzaba miles de aleatorios destellos-
-          ¡Dios! ¡Lo he matado!“ ,  gritaba un hombre mientras bajaba de su automóvil. La gente se amontonaba y se preguntaban unos a otros “Pero, ¿qué ha pasado?”
-          ¡Algo me deslumbró!... ¡como un flash!, y luego… no sé,… creí ver a un niño y… ¡qué horror! –el hombre se echó a llorar, seguramente al recordar cómo le había golpeado con fuerza con su vehículo-, pero,… ¿dónde está ese niño?, ¡Ah, ahí está!, y parece que no le ha pasado nada,… ¡Gracias, Dios mío!,… pero, ¿qué son todos esos cristales?...
Álvaro le contó al abuelo que aquel hombre creía haberle atropellado, pero no fue así, atropelló a otro niño, un niño de cristal. Inés le corregía queriéndole convencer de que eso no podía ser y de que debería empezar a ver las cosas sin tanta fantasía y ser más responsable, pero Álvaro insistía muy enfadado “¡fue así, de verdad, como lo estoy contando!”
-          ¿Qué es todo esto? ¿Hay algún herido? –llegó diciendo la autoridad-
-          ¡Yo no he tenido la culpa! ¡Ése niño se me echó encima justo cuando un reflejo muy fuerte me hizo cerrar los ojos y… ¡Dios mío!, ¡Lo siento! –lloraba mientras gritaba su inocencia-
-          ¿Ese niño? –dijo el policía- ¿Estás bién, chaval?, a ver, ¿te duele algo?, ¿y tú mamá?, levanta, anda, que te vas a cortar con esos cristales. El hombre seguía implorando desconcertado y hablando sin parar. La gente le rodeaba. Y,…
-          Entonces, apareció mamá, “¡Alvarito!”, gritó; yo me asusté, y me corté con uno de los  trozos de cristal que había recogido, el medio corazón… luego pasó lo que ha contado mamá: los dos azotes, la vuelta a casa, mamá muy enfadada; luego, me curó la herida de la mano y me dio otros dos azotes y me castigó encerrándome en mi cuarto. Yo la oía llorar y me puse muy triste porque estaba castigado y no podía salir a pedirla perdón,…  y por eso no vinimos ayer a verte.
-          ¿Cómo que te cortaste con un trozo de corazón?, a mí eso me lo tienes que explicar, –dijo el abuelo, desconcertado-
-          ¡Pues eso, que el pobre niño atropellado era de cristal! ¡que sí! ¡de verdad! Y yo me corté con un trozo de su corazón! ¡Y, desde entonces, yo también me hago trasparente, a veces!, ¡vamos, que desaparezco! …me parece que no me crees, como mamá… el próximo sábado, cuando vengamos a verte, traigo los cristales y te los enseño, ¡a ver si así me creéis!


……………………………..
Domingo por la tarde:
-          ¡Alvarito!, ¡ven inmediatamente!, ¿no sabes que hay que vaciar los bolsillos antes de echar un pantalón a lavar?, ¿qué son estos…¡cristales!, ¡Alvarito! ¡Por Dios!
-          Mamá, no me grites, que no estoy sordo. Estoy justo delante de ti, pero no me puedes ver.
-          ¡Alvarito! ¡no me asustes! ¿Dónde estás? ¡No juegues conmigo!...
-          No estoy jugando, mamá. Verás,… te voy a coger la mano,… ¿Lo ves?... ¿Me crees ahora?
-          ¡Oh, no!, ¡Dios mío! –gritó Inés-

…………………………………………….

En todos los periódicos de Sebastopol se habló durante mucho tiempo de aquel extraño ruido, como el frenazo de un coche, que se escuchó una mañana, seguido, poco después, de unos gimoteos de desesperación y hasta sintieron miedo, no supieron por qué. Pero lo peor fue el atronador “¡Oh!, no!, ¡Dios mío!” esa misma tarde, que puso la carne de gallina a sus habitantes. Voz de mujer, por cierto.

martes, 11 de septiembre de 2012

MUS (Kiko, 2010)



MUS (Kiko, 2010)

-         Mus
-         Mus
-         Y yo, ¿Qué digo, compañero?
-         Tú verás,… yo aquí tengo un cañón,… ¡venga, hablando! Envido, envido, y, si hay pares, 16.
-         ¡Dos envites, dos convites! Y, a tus pares,…
-         ¡Shh…!, quieto, lo vemos también, compañero, con eso no se salen.
-         Juego, sí
-         Sí.
-         No.
-         Sí.
-         Con 32 no me la juego… ¡la mano de un niño! ¡para que me quieras!
-         ¡Te quiero!

………………………

            “El abuelo”, le decían en el barrio. Por viejo. Con cariño.

            Ellos sabían a qué estaban jugando. El abuelo hacía tiempo que lo había olvidado. Pero siempre ganaba. Torcía el morro, guiñaba el ojo, elevaba las cejas, pura rutina. En su retina, el vacío, la nada.

            La de veces que les había hablado de su mujer, de su casa -de su gran casa-, de su trabajo, de su hijo –“el cabrón de mi hijo”, decía él- y de cómo le quiso. Y de cómo lo fue perdiendo todo.

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-         La grande es tuya, abuelo –le engañaban-

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            Estar allí cuando llegaba el abuelo se había convertido en su razón de ser. El abuelo no tenía ya sentido del tiempo. Podía aparecer en cualquier momento, a cualquier hora. Ellos siempre estaban preparados.

-         Esto no sirve para nada. No hay nada que hacer. El abuelo no va a recuperar la memoria –solía decir el más joven-
-         Mira, en eso tienes razón. Pero podemos hacer que no olvide. Solo necesita estímulos y para eso estamos nosotros aquí. Hemos pasado muy buenos ratos con él. ¿O no? Tenemos que hacer que nos cuente,… hacerle recordar cosas, hechos, cuanto más recientes, mejor… ¡que sus neuronas estén activas! …No queremos verle infeliz, que no se apague.
-         El chico tiene razón. Cada día habla menos. Y, ¿os habéis fijado como nos mira? ¡Nos atraviesa! No estamos… Está en otro sitio, es incapaz de…
-         ¡Por Dios! –interrumpió, perdiendo la compostura el más corpulento de los tres-¿Es que nos vamos a rendir? ¿Vamos a dejar que se nos vaya?, que no nos reconozca?, ¿Qué no nos recuerde?, al menos estos ratos… él está a gusto. Está disfrutando… Y yo también, ¡joder!

Avergonzados, los otros dos bajaron la cabeza. Vicente no sabía donde meterse.

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-         La chica es tuya también…
-         ¿Y los pares?,… ¡Nuestros!, ¡Los pares son nuestros!,… 16 más dos de medias más tres de duples… -gritaba emocionado el abuelo-
-         Pero abuelo, ¿cómo cortas el mús con esas cartas?,… ¡si no tienes ni pares!, ¿y qué cuentas estás echando?... –le replicó su compañero, que, en ese momento recibió un par de patadas por debajo de la mesa y dos miradas que le perdonaban la vida por encima.

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            La soledad le quemaba. Fue perdiendo referencias. No sabía quién era, ni porqué estaba ahí. Creía llamarse “Abuelo”. Y tú, ¿quién eres? ¿Por qué me miras?,… parecía preguntar.

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-         ¿Tienes juego, abuelo?
-         ¿Juego? ¿qué juego? ¿Porqué me miráis así? …No me gusta que me miren así… ¿Quién eres? – se atrevió a decir en voz alta mirando al más joven con desconfianza-

Se sentía acorralado, estaba asustado, indeciso, indefenso.

Se respiraba tensión una vez más. Se repetía la escena de todos los días, la que rompía los corazones de todos los presentes, incluso de Vicente, parapetado detrás de la barra. Y la misma respuesta, o parecida, la que ponía a prueba su fortaleza, la que bombardeaba sus voluntades. El aludido se levantó, le miró fijamente y le habló con serenidad, intentando trasmitir confianza y calor:

-         Abuelo, soy yo, Fernandito, tu nieto, y … ¡me has vuelto a ganar, carajo! –dijo con lágrimas en los ojos-
-         ¡Yo no tengo nietos! ¿Qué queréis de mí?
-         Papá, ¡es Fernandito! Ha venido a jugar contigo al mus. Tú le enseñaste, ¿recuerdas?
-         Y tú, ¿quién eres? ¿Porqué me dices “Papá? ¡Yo no tengo hijos! –dijo, inconsciente del dolor que causaba, dibujándose tras su comentario dos húmedos surcos en las mejillas de aquel hombretón.
-         ¡Sí tienes!, ¡y estoy aquí! Contigo,… siempre contigo,… Anda, sigue jugando…

El abuelo se levantó sin energía, confuso, como enfadado, y se dirigió lentamente hacia la puerta hablando para sí:

-         … yo no tengo hijos,… no tengo nietos,… no tengo hijos,… no…
-         ¡Abuelo!, ¡no te vayas todavía!, que no hemos terminado de contar,… mira… el juego, los pares,…

El abuelo, ensimismado, no escuchaba, solo caminaba, se alejaba de la mesa de juego.

-         ¡Órdago, Padre! ¡Te estoy echando un órdago!...

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Cuando cerró la puerta tras de sí ya había olvidado lo que acababa de vivir. Caminó sin autonomía, sin decisión, acera abajo por inercia. Sí sabía que ahora venía del bar de Vicente, de echar la partida, pero no sabía donde iba. Recordaba haber barajado un mazo de cartas pero no con quién había jugado. Sabía, eso sí, que había ganado, … ¡siempre ganaba!... “¡al mus y a la taba se murió quien me ganaba!”, pensaba en voz alta, “¡no me tengo ni que sentar, dejo la boina en la silla y ella juega por mí!”, … Hacía un largo silencio y volvía a repetir “al mus y a la taba…” ¿Qué me está pasando?, pensaba, y luego ya no pensaba. Y otra vez, como si fuera la primera vez, se veía barajando y hablando y voceando … ¡mus!, ¡órdago!, ¡envido!, ¡dos más!,… y contando los puntos. Y sabía que había llegado a su destino porque se le pararon los pies, pero no sabía para qué ni por qué ni qué tenía que hacer allí.

De repente recordó la última escena en el bar de Vicente.

-         ¿Órdago? ¡Me han echado un órdago! –pensó-

Y sus labios, cómplices, sorpresivos, dibujaron lentamente una sonrisa. Sus ojos, solidarios, se fueron haciendo pequeñitos poco a poco. Su piel se estiraba por aquí, se arrugaba por allá. Y sus cejas se elevaron en armonía milimétrica con todo lo demás dibujando una puesta de sol en su cara.Y su garganta, al fin, reventó, dejando escapar una de esas palabras, para él inolvidables:

- ¡Quiero!